Galerna (de "67.000 millas a bordo del Gaucho", de Ernesto Uriburu, 1958)

 (Galerna: ráfaga súbita y borrascosa de viento frío y húmedo en la costa septentrional de España; temporal borrascoso con ráfagas de viento y lluvia que agita peligrosamente las aguas de la costa cantábrica).


Mañana de calor. Calma. Sólo se ve en el agua la ola montañosa del mar de fondo, que se desliza hasta el rincón del golfo de Vizcaya. Sobre su ancho lomo juguetean olas pequeñas, resabios de borrascas que bailan su ronda y se entrechocan con ruidos de fuentes o de lluvia. El barómetro baja rápidamente. Trincamos todo con cuidado y nos preparamos para el golpe y este carga como una tromba. Una vela trinquetilla, nueva y fuerte, se infla como si fuera de goma y se rifa con un estallido. Sus jirones, al sacudirse, producen un rat-tat-tat de ametralladora que se une a los mugidos y al silbar del viento. En pocos minutos se levantan olas escarpadas con crestas que arbolan y pulverizan las rachas y nos castigan fuerte. "Gaucho" se escora ante los golpes y una ola enorme le cae encima. El barco se queja como un animal herido, pero se sacude vibrante y el agua escapa a chorros por los imbornales.

Ponemos la proa al viento por unos instantes y tomamos dos manos de rizos a la mayor. El velero ya está listo para la pelea. Los cuatro gauchos sobre cubierta, calmos y en sus puestos. De cuando en cuando para animarnos gritamos como si le paráramos rodeo a las olas o jineteáramos algún potro cerril. Bajo a la cámara a inspeccionar. Dentro del barco el ruido disminuye, pero los saltos y los golpes se notan lo mismo. La fuerza de gravedad y la centrífuga, en combinación, provocan situaciones inesperadas, y así una masa amarilla cruza volando la cocina incrustándose contra un mamparo. Es el contenido de un tarro de mostaza que se ha volcado y atravesado la rejilla de la despensa. Un vaso irrompible vuela también y se estrella desintegrándose. En mi cabina los veinticuatro tomos de una enciclopedia se mezclan en el piso con toda suerte de libros de navegación.

Me arrastré hasta la timonera y al sacar la cabeza afuera una ola me castigó como un latigazo, y el agua entrándome por el cuello me empapó. Me sacudí como un perro mojado y empecé a tiritar. Agarrándome de una barra de bronce con toda mi fuerza, seguí el movimiento del barco que brincó sobre una ola. Por un instante cedí. ¡Mi "escapismo" tenía la culpa de toda esta tortura! Era muy lindo soñar, sí, pero las tormentas mentales, según lo estaba experimentando, eran bastante diferentes a las que se encuentran en el Golfo de Vizcaya. En esos momentos de duda uno piensa en la solución agradable que ofrece la rutina de una vida biológica, un buen libro, un par de zapatillas de lana y una cama que no se deshace...

El viento no aflojaba y sus fuertes rachas nos produjeron otras averías. Estábamos relativamente cerca de la costa, a unas veinte millas de la Ria de Avilés, puerto seguro y en la dirección del viento. Después de consultar las cartas pusimos proa a él. Nos quedaba en el camino, pues íbamos rumbo a Portugal, y una arribada más, aunque fuera forzosa, nos daba nuevos bríos. Pronto olvidamos el gusto y el olor de fósforo y azufre que sentíamos en nuestras bocas y narices, después de las horas de esfuerzo y los calambres dolorosos en los músculos fatigados. A las tres horas de duro navegar enfrentamos la pequeña bahía abierta en cuyo fondo se encontraba la entrada de la ría. Un gran promontorio de piedra le daba el aspecto de un "fjord" noruego. La boca tendría unos cien metros de ancho. El mar nos era favorable, y enfilando bien "Gaucho" entró velozmente entre las dos paredes de roca, empujado por las grandes olas que cubrían de espuma los costados del canal de entrada. El promontorio nos aisló del mar y en la calma del puerto escuchábamos, suavizado por la distancia, el rugir de la borrasca. Amarramos a un muelle e hicimos inventario de los daños sufridos, como un boxeador que se mira al espejo después de una pelea...

A tres kilómetros del puerto está situada la ciudad asturiana de San Juan de Nebia y, a pesar del cansancio, me fuí en tranvía a visitarla. Sentía la tierra inestable y me senté en un café frente a la plaza principal. Era un día domingo y una banda de música tocaba un brioso pasodoble. Centenares de muchachas paseaban sus gracias alrededor del kiosco, admiradas por los hombres del pueblo. Y yo los miraba a todos, como quien contempla a un cuadro. Les envidiaba en ese momento sus vidas tranquilas en la paz de la ciudad de provincia. Al tomar mi copa noté que me temblaba el pulso y sentía un fuerte mareo de tierra. Un vendedor de lotería se aproximó a mi mesa: "¿Quiere el señor tentar la suerte?", me preguntó. "Si se saca el gordo, usted podría comprarse un barquito", agregó. Debo haberlo mirado con ferocidad, pues el pobre recogió sus billetes y se esfumó entre los parroquianos.


Comentarios

Entradas populares de este blog

ES MUY LINDO MORIR LLENO DE ESTRELLAS...

Abordo del Spray - Joshua Slocum