Cebo vivo (de "67.000 millas a bordo del Gaucho", de Ernesto Uriburu, 1958)

 



CEBO VIVO 

ESTAMPA VASCA / Guetaria, Guipúzcoa.

Los pescadores vascos, los "arantzales", son hombres fuertes y con un propósito y siguen siempre adelante, pues el apego al mar que ellos llevan en su sangre y en su instinto es más profundo y tiene más poder que las plegarias, promesas y sacrificios, y a veces los hace dudar en su reverencia mística a Jaungoicoa...


La galerna llegó con furia. Los hombres de la "Begoña" de la "Virgen de los Sonsoles", lanchas boniteras que se haĺlaban de pesca en alta mar, observaron la baja súbita del barómetro, que se inclinaba como un cortesano al viento, y esa calma cálida que se adormecía sobre los anchos lomos del mar de fondo y habían tomado ya sus precauciones. Así era el Cantábrico. Mar de genio vivo, dulce en los escasos días de sol y brisas, fuerte cuando soplaban los noroestes, terrible en las tormentas. Los hombres lo aceptaban resignados como si se tratara de un tío viejo y malhumorado. Recogieron con orden sus curricanes y trincaron los percheles. El mar se alzó de golpe y se hizo duro el avance. Las lanchas quedaron a la vista. Era otra prueba más. Sus cascos arrufados, muy marineros, estaban ya algo viejos y el esfuerzo del mal tiempo hacía que sus costuras cedieran un poco y dejaran pasar filetes de agua que se filtraban en sus sentinas. Iñaki y Juan, los patrones, eran viejos amigos y socios. Sus barcos recorrían en pareja los bancos de pesca. Navegaban cerca, uno de otro, a veces cortando sus estelas si ensartaban atunes o bonitos en sus docenas de líneas (cada una con un nombre propio dado por los pescadores), que se estiraban con la marcha, formando una curva graciosa como la cola de un traje de novia. Los hombres arrojaban al mar puñados de verdeles que sacaban de una cisterna, el "cebo vivo", que se alejaba coleteando y atraía a los otros peces con sus reflejos.

Ahora el temporal llegaba a su máxima furia, ambas boniteras, puestas a la capa, con sus motores reducidos, seguían el ritmo de las olas, cuando el escape de la lancha de Iñaki lanzó un chorro de humo negro, tartamudeó la máquina y se detuvo. ¿Serían los filtros sucios y la borra de los tanques? ¡Mala suerte! ¿Quién los limpiaría ahora con los tumbos, rolidos y cabeceo? Nadie. "La Virgen de los Sonsoles" perdió su arrancada y se atravesó al mar. Cosa seria para un barco de sus años durante una galerna. Pronto embarcó una ola grande. Serían unas cuarenta o cincuenta toneladas de agua, que golpearon contra su cubierta. Al sentir el choque sus cuadernas se quejaron como si fueran algo vivo. La lancha se sacudió como un perro y se alzó airosa, pero fué sólo un gesto, pues el agua empezó a colarse por el tambucho de proa. Iñaki hizo señas a los de la "Begoña" y éstos con gran trabajo lograron pasarle un cable de remolque. Con un cimbronazo, la barca hizo proa al mar y esto le dió un respiro. Los hombres y su perro mascota, apretujados en cubierta y en la timonera, esperaban. Estaban muy cansados y el viento, al evaporar sus ropas mojadas, los hacía tiritar. Las olas cada vez más altas, sus crestas blancas deshilachadas por las rachas comenzaban a romper. ¿Miedo? Sí. Tenían miedo, no tanto del mar sino del barco. Tomaron turnos en las bombas de achique, pero el agua no bajaba en la sentina, por lo contrario, subía. Era el fin que se aproximaba gradualmente. Un cabezazo salvaje rompió el cabo de remolque y sus hebras se veían colgando como harapos. Un golpe de mar atravesó la lancha a la marejada y luego otro y otro más, completaron la obra. La bonitera se hundió de popa y se dió vuelta y ése fué el fin de la "Virgen de los Sonsoles"... 

Juan la vió irse como una sombra, pero no alcanzó a divisar a la gente, pues se los tragó el mar, entre borbollones y los silbidos del viento, y no pudieron hacer nada para salvarlos... Juan se persignó y los bendijo cuando el mar los separó brutalmente...


Pasaron varias horas de angustia mientras trataban de volver a tierra. ¡Qué estrecha les pareció la entrada del puerto cuando la enfrentaron! Firme en la rueda, Juan la enfiló, y ya detrás del rompeolas, las aguas estaban quietas, pero sobre sus respectivas cabezas sentían pasar las rachas furiosas del viento... Al llegar a la dársena y como de costumbre, saltó al agua el perro de a bordo y nadó hasta una rampa. Al salir a tierra se sacudió y salió corriendo hacia la casa de Juan. Los canes pescadores -y éste era de Ondarroa, de los buenos- siempre eran los primeros en anunciar a los familiares la llegada del barco...

Pronto corrió por el pueblo la noticia de la desgracia. Los "arantzales" formaron ruedas. Hablaban poco. Eran hombres rudos y fuertes y sabían que esta vez el mar los había derrotado. Ahora fué Iñaki y su gente y no hacía mucho también se había llevado a Antonio, el secretario de la Cofradía de San Kepa. El Cantábrico precisaba aparentemente su ración de hombres y de barcos y luego al volver el buen tiempo, sus aguas hipócritas se cubrían de azul y el mar con voz engañosa llamaba a los "arantzales" de vuelta al trabajo. Él les daba la vida a un cierto precio en muertes. Ése era el trato...

Juan llegó a su casa. Hubo llantos entre las mujeres, estrechaban en silencio manos callosas los pescadores. Juan se lavó, cambió sus ropas de trabajo y vestido de domingo salió solo caminando, calle arriba, sin decir nada. Pasó por el túnel perforado en la roca que llevaba a la Catedral. Se detuvo -atal ondoa- junto al atrio, frente a una enorme vértebra de ballena, recuerdo del diezmo que en tiempos idos, se pagaba en las ciudades realengas. La acarició como era su costumbre y entró en el templo. Se sentó en uno de los seculares bancos de roble, cuyos respaldos mostraban talladas las armas de la ciudad, con sus arpones, ballenas y boyarines. El órgano, cansado por los años, dejaba caer su música jadeante sobre los fieles que se habían reunido y murmuraban oraciones. Juan se santiguó. Poco a poco, sus ojos se acostumbraron a la luz que se filtraba coloreada por los ventanales. Se distrajo mirando los espesos muros construídos a falsa escuadra sobre un peñón contra el cual rompía el mar. "Obra de marineros", pensó, "ha resistido mil años y nosotros, que somos obra de Dios, duramos tan poco". Recordó a Iñaki y a su gente. Ya estarían bajo el juicio de Jaungoicoa, su excelso Dios eúscaro. Fueron gente buena como casi todos en Guetaria y de trabajo, sí... Así que a Dios no habría de agradecerle nada, pues con la pena que le había causado el desastre ya estaban a mano. Pedirle algo, sí -esto se le ocurrió al pensar con terror en lo pasado-. Juntó sus manos en oración, como cuando era niño: "Jaungoicoa, líbrame del mar maldito", dijo muy quedo, suspirando. "No quiero más miseria, ni saber nada de atunes y verdeles, ni de galernas; líbrame del pecado de ser «arantzale». ¡Amén!"...

Se sintió aliviado con su rezo. Hacía tiempo que ansiaba aligerar su espíritu. Levantose, frotó sus rodillas, dió al pasar una moneda al limosnero y salió del templo. En el atrio, chiquillos jugaban alegremente con sus paletas contra un letrero en el muro que leía: "Se prohibe jugar a la pelota". "¡Qué testarudos somos!", pensó. Juan siguió caminando. 

El tiempo había mejorado y sobre el mar cercano, ya calmado y luminoso, se veía una gran mancha plateada hacia la cual se dirigían numerosas embarcaciones. Vecinos y pescadores se encaminaban hacia las dársenas. Iban todos de gran prisa. En su apuro, Toña, la camarera del restaurante de Zugasti, que llevaba sobre su cabeza una gran canasta vacía, tropezó con Juan. "Sardinas!", le gritó a manera de disculpa. "¡Vamos!". Juan la miró como si despertara de un mal sueño y sin saber por qué aceleró su paso y la siguió. El perro de la "Begoña" apareció trotando a su lado...

Cuando llegaron al costado de su barco, sus hombres lo miraron silenciosos. "¡Qué hacéis!", les gritó. "¡Vamos! ¡A preparar las redes!". Juan olvidó su traje dominguero y saltó a bordo, junto con el can que ladraba nervioso presintiendo la partida.

Arrancó el Diesel, se soltaron amarras, y la "Begoña", uniéndose a la flotilla, buscó la boca del puerto...

Juan, impertérrito, tomó el timón, erecto y silencioso, como una figura de piedra. Se sentía algo avergonzado por haber pedido a Dios ciertas cosas, en la emoción del momento y también por la inconsistencia de sus resoluciones. El destino, sin duda, se había sobrepuesto a su voluntad... El hombre miraba como hipnotizado a la mancha, que por la proa, cubría las aguas con un hervor de peces. ¿No sería el "cebo vivo" de los cuerpos de sus compañeros desaparecidos lo que atrajera al cardumen?, se preguntó horrorizado, pero no dijo nada. De serlo, ése sería un secreto entre él y el mar. Secreto también sería el de su súplica desleal a Jaungoicoa. El no escrito convenio entre el Cantábrico y los pescadores, se le ocurrió, se cumplía para el bien de todos...

Arrojaron las redes, éstas cayeron como una nube oscura desparramándose sobre la mancha. "Iza!", ordenó Juan, secamente. Rodaron los guinches y resoplando extrajeron miríadas de sardinas de plata...


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